(Publicado previamente en Alerta Económica de MAXIMIXE, bajo el título: “Populismo mercantilista, corrupción y elecciones”)
Hoy por hoy los principales economistas del mundo, incluyendo a los de una entidad tan ortodoxa como el FMI, están de acuerdo en que a mayor desigualdad en la distribución del ingreso menor desarrollo. El crecimiento económico que no acorta la desigualdad en algún momento se apaga y ahí es cuando la conflictividad social añade leña a la hoguera al entrampar la inversión.
El crecimiento económico por sí solo no garantiza que las personas que dejan de ser pobres dejen de vivir en condiciones de alta vulnerabilidad. Tampoco garantiza que las mayorías accedan a un empleo digno, ni tampoco que vuelvan a su estado de pobres ante un evento catastrófico, pandemia o amenaza externa o interna. El “chorreo” a partir de un crecimiento espurio en una economía históricamente fragmentada, genera expectativas incumplidas y frustración que se manifiestan en conflictos sociales. Porque en una economía altamente monopolizada los beneficios de ese crecimiento siguen concentrados en la cúspide de la pirámide económica y social.
No es que en sí mismo el crecimiento económico deje de ser importante. La cuestión está en definir qué es lo que debe crecer y cómo debe crecer, con qué impactos sociales, dentro del marco de una economía social de mercado, para que la distribución del ingreso sea más equitativa y el propio crecimiento económico ex post sea sostenible, estable y resiliente. Se necesita un estilo de crecimiento que concentre en la base de la pirámide económica y social la inversión pública y privada, con un enfoque espacial que permita reconvertir zonas de informalidad y criminalidad en zonas de gobernanza competitiva, que deriven en la valoración y empoderamiento de quienes viven en pobreza física y moral.
En Perú una familia pobre tarda más generaciones en prosperar que en Ecuador, Colombia, Panamá o Brasil. Uruguay y Costa Rica son los países con mayor movilidad social en América Latina [3]. Para cambiar esta situación se requiere aumentar la magnitud y calidad de la inversión pública en infraestructura y del gasto en educación y salud. Resulta que justamente estos tres rubros concentran gran parte de las pérdidas sociales por corrupción [4].
Como se sabe, en el Perú la corrupción es un mal endémico [5] que históricamente ha significado una pérdida promedio anual equivalente a entre 30% y 40% del presupuesto público y entre 3% y 4% del PBI. El escándalo de corrupción Lava Jato nos ha enseñado cómo es que se tejen estas vinculaciones entre grupos empresariales y criminales con autoridades electas, a partir de acuerdos tramados desde la financiación de las campañas electorales de los partidos políticos.
No se crea que tras ese escándalo estas prácticas han culminado. Cada grupo monopolista o criminal designa a sus operadores que van al acecho de penetrar los partidos políticos con chance de ganar las elecciones, para tratar de cooptarlos y así luego poder cooptar las entidades públicas y “adueñarse” de sus políticas y así garantizar el mantenimiento del estatus quo. Los sobornos son sólo una de las expresiones de este entramado de intereses, las que no salen de las utilidades de las empresas coimeras sino de los sobrecostos y sobredimensionamiento de compras y obras públicas. Cruda realidad política de un Perú promesa que en cada elección siempre se nos va. Ojalá esta vez no sea así.
Referencias:
[3] Índice de Movilidad Social Global, Foro Económico Mundial, presentado en Davos.
[4] Nelson Shack, Jeniffer Pérez y Luis Portugal, “Cálculo del tamaño de la corrupción y la inconducta funcional en el Perú”. Contraloría General de la República. Agosto 2020.
[5] Alfonso Quiroz (2013), “Historia de la corrupción en el Perú. IEP, Perú Problema 38.
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