(Publicado previamente en Alerta Económica de MAXIMIXE)
Desde las culturas pre-incas Perú ha sido siempre país minero y sabido es de la reputación internacional que se había ganado el Tahuantinsuyo por ser el reino del oro, hasta tal punto que fue la expectativa de volverse ricos y no otra cosa lo que en mayo de 1527 animó a los así llamados “Trece caballeros de la isla del Gallo”, a optar por acompañar la expedición de Francisco Pizarro de conquista del Imperio Inca, tras dos años y medio de viajes hacia el sur soportando todo tipo de penurias que hizo que la mayoría de sus huestes desertaran.
Si bien en la época pre-incaica la actividad minera no estaba organizada y cualquier individuo podía dedicarse a la extracción del mineral y poseerlo sin restricción alguna, en el incanato el Inca instauró una administración minera sujeta a normas estrictas. El trabajo minero y metalúrgico se organizó en categorías y hubo fiscalización y vigilancia del cumplimiento de las normas y de la seguridad del producto resultante.
En el incanato la explotación del oro fue una de las actividades económicas principales, para lo cual desarrollaron una ingeniería subterránea y la extracción en zonas superficiales, aplicando métodos racionales que buscaban minimizar la contaminación de las aguas, con especial consideración por la reducción del mercurio, dado que sabían que era dañino para la salud.
El metal sólo podía ser extraído en áreas asignadas de explotación y en períodos de extracción estrictos, con turnos de trabajo y metas de ‘logros esperados’. Se daba potestad de propiedad de los recursos obtenidos, en correspondencia a que se aplique una racionalidad en su explotación y a que el producto se ponga a disposición del Inca, en calidad de tesoro religioso en señal de adoración, por ser éste el descendiente de Dios.
Los incas demostraron así que, cuando se sigue reglas estrictas, es posible una explotación sostenible que no dañe el ambiente y que permita la convivencia de la minería con la agricultura y la silvicultura.
Han pasado más de 500 años desde entonces y Perú evidentemente sigue siendo un país de vocación minera. En buena hora que así sea, puesto que una minería bien llevada y que tribute debidamente al fisco, podría convertirse en una palanca para financiar la diversificación de la economía.
Sin embargo, para que eso suceda las reglas de extracción del mineral tienen que seguir siendo estrictas, en cuanto a límites de extracción, delimitación de áreas asignadas, métodos de extracción, etc. Y, además, tiene que ser una actividad que rinda tributos al fisco para que esos recursos puedan ser invertidos en el aprovechamiento de recursos renovables, para así asegurar un desarrollo sostenible.
Lamentablemente en las últimas décadas ha proliferado una minería que evade de manera sistemática las regulaciones sociales y ambientales, que deforesta y causa erosión de suelos y genera residuos con alto contenido de sólidos en suspensión que son arrojados a los ríos.
Se trata de una minería ilegal y salvaje, que no aplica procesos de seguridad y es foco de alteraciones del ecosistema, prostitución infantil y explotación infantil, con niños que son afectados severamente en su salud al estar en contacto con el mercurio y el cianuro.
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