El Perú padece de desgobierno, de sucesión de nuevos presidentes entre cándidos, vivarachos o espurios, siempre candidatos a ser vacados ad infinitum. Padece de congresos sucesivos, cada cual peor que el anterior. Congreso y Ejecutivo desmadrados, sin visión de país, capturados por grupos de interés particulares, portadores de pésimas leyes y decretos de urgencia publicados entre gallos y medianoche en el diario El Peruano, para tratar temas de fondo, como es el caso de un tema de tanta trascendencia como la promoción agraria, como si se tratara de un asunto bomberil.
Qué difícil definir cuándo y cómo se jodió el Perú. Ni siquiera vale la pena detenerse en responder esa pregunta. La respuesta sería muy larga, mientras la impaciencia de los trabajadores agrarios de Ica y la Libertad es muy corta, a pesar de que la mal llamada “Ley de Promoción Agraria” ya fue derogada.
Su pulsión de muerte cobró vida ante la crisis policial que terminó por sincerar la pérdida absoluta de autoridad del Estado que hizo de la derogatoria la única vía disponible para detener la hemorragia de violencia y bloqueos de la carretera Panamericana, causante de daños inconmensurables a mucha gente humilde que no tenía vela en ese entierro y cuyo único pecado era venir transitando, con sus hijos, sus atados y mercaderías a cuestas, por la arteria más importante del país.
En medio de todo lo malo, la extinción de esa ley brinda una oportunidad para la reflexión y el raciocinio desapasionado acerca de qué hacer. Una ley que estuvo vigente desde el año 2000 y que fue prorrogada en 2019 por el gobierno de Vizcarra a través de un decreto de urgencia, extendiendo beneficios tributarios y laborales a las empresas agroexportadoras, hasta finales de 2031.
Ciertamente los beneficios tributarios y laborales de dicha ley han tenido un impacto muy positivo en la generación de divisas, al haberse expandido las agroexportaciones anuales de US$ 650 millones en el año 2000 a más de US$ 7,000 millones en 2019. Eso es bueno, pero con sus tremendos bemoles de falta de inclusión y desarrollo compartido, como lo refleja la rabia de estos supuestamente dichosos trabajadores gozosos por su situación de “pleno empleo”, contenida por décadas.
En el plano tributario, en lugar de pagar el 29,5%, la referida ley le permitió pagar a dichas empresas sólo el 15% a lo largo de sus 20 años de vigencia. En el plano laboral, se estableció una remuneración mínima diaria de S/ 39.19, ajustable de acuerdo con la remuneración mínima vital vigente (S/ 930 al mes), que incorpora el pago de la CTS, vacaciones y gratificaciones, por una jornada laboral mínima de 4 horas, aunque la ley no especifica el horario máximo de trabajo.
La primera crítica que se le puede hacer a esta ley es que deja fuera de sus beneficios a la agricultura familiar sostenible que mantiene en un nivel de subsistencia a la mayoría de los agricultores de sierra y selva, que son los que alimentan a la población peruana y están tan necesitados de promoción (asistencia técnica, semillas, regadío, etc.). Su exclusión no es poca cosa, pues se refleja en un ministerio del ramo y organismos como el Senasa, que también los excluye.
No está mayormente en el radar de esta burocracia, a pesar de ser la agricultura familiar sostenible tan relevante a la luz de los impactos ambientales negativos que puede ocasionar la expansión exponencial de una agroindustria de monocultivos extensiva e intensiva, altamente demandante de fertilizantes y pesticidas químicos, generadora de acaparamiento de tierras, pérdida de biodiversidad y aumento de gases de efecto invernadero.
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