Los últimos días, creo yo, el tema que trae nuestra atención es la eterna discusión de qué tanto informal es nuestro país, el cómo se van generando elementos de análisis y de discusión en las calles y también en las instituciones que forman parte de nuestro estado. Somos testigos de un sector informal que se constituye por empresas, por trabajadores cuyas actividades están validadas en la práctica por operar muy al margen de los marcos legales y normativos y que simplemente se legitiman como una muy rentable actividad económica.
El pertenecer a un sector informal supone ser parte de un “archipiélago” de islas que evitan las cargas tributarias y que no tienen normas de cumplimiento, esto implica la ausencia de la protección y la atención de los servicios por parte del estado. Una relación paralela y de dos modelos de mercado, el popular y el oficial. Ya los investigadores lectores recordaran los detalles de la relación entre el estado y la sociedad y toda la teoría trabajada. “De Soto (1989) en su clásico estudio sobre la informalidad, muestra una fortaleza conceptual donde se permite concentrar el análisis en las causas de la informalidad antes que meramente en los síntomas de ésta”.
El mercado popular se distorsiona cuando la economía llamada “formal” está excesivamente reglamentada y no se canaliza un crecimiento ordenado y programado, las capacitaciones y los accesos a créditos están validando muchas veces el desarrollo de un mercado que dentro de la formalidad deseada continúa siendo informal, pues las condiciones no son integrales para la atención de los negocios que ocupan el mercado nacional. Es por esto que el trabajo informal junto con las actividades informales se caracteriza por una baja muestra de eficiencia en términos de baja productividad, sueldos bajos, precariedades laborales y falta de seguridad social. Teorizando un poco, es bueno recordar que un país con un gran sector en informalidad tiene muy bajo ingreso per cápita, desigualdad de ingresos, pobreza declarada, el mercado financiero muy débil y poco desarrollado.
La informalidad en términos económicos es lo que hemos tratado de resumir en líneas arriba, sin embargo, existe nuevamente la prueba de una conexión muy estrecha entre los sectores que marcan el desarrollo de un país y es el sector social, el político y obviamente el económico. Por eso, no debemos dejar de advertir la recurrente informalidad social que convive con nuestra realidad.
Los Barrios Altos, sector histórico y criollo de nuestra capital, es un claro ejemplo de cómo nuestras instituciones políticas subestiman la realidad social de este espacio, las falencias y necesidades son solapadas con discursos liricos de una Lima que se fue, sin embargo, la realidad es otra, los Barrios Altos es un cúmulo de problemas que recae en el desorden social y promueve la subsistencia sin elementos que arraiguen un cariño en sus pobladores (ahí hay una razón). No se toma en serio la realidad del barrio, y todo se resume a advertir solo la violencia y el peligro, sin embargo, no se toma en cuenta que muchas casonas antiguas señoriales y solares periféricos al gran damero de Pizarro, hoy se ven invadidos por el mercado informal, por el dinero que prima sobre la atención de las instituciones que apuestan por embellecer la historia. La informalidad recae en estos espacios desprotegidos.
Un incendio, como el que acontece actualmente, que destruye y que pone en evidencia que la informalidad trae informalidad, demuestra que el sistema no está funcionando. Normalmente cuando hablamos sobre este tema nos referimos básicamente al trasfondo económico, a la informalidad de los negocios, sin embargo, el tema va más allá. Es un conjunto de debilidades funcionales que se trasladan a esta realidad que estamos viviendo. Almacenes clandestinos, edificios mal estructurados, espacios tugurizados, y una ciudad que está olvidada. Una cadena de informalidades que ponen en cuestión un gran problema de fondo He allí, una razón.
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