Casi todos los hombres de negocio, políticos, periodistas, muchos académicos, muchos estudiantes, y la gente de a pie, repite obstinadamente: si sigues tu interés propio le estarás haciendo el mejor servicio a tu familia y a tu país, el mercado se encargará de convertir ese interés privado en bienestar general. Por tanto, es indispensable alentar la inversión privada, y mejor si es extranjera, porque ella es la única que puede crear riqueza, generar empleo y hacer crecer la economía. La versión neoliberal altera la tesis de Adam Smith con un concepto que le es ajeno: el Estado es un obstáculo para el libre mercado y para la expansión del interés privado, y aquellos que propugnan un Estado promotor, regulador y redistribuidor son ridiculizados tildándolos de populistas, reformistas, keynesianos y cepalinos.
¿Quién convirtió esta tesis económica válida de Adam Smith, aplicable a determinadas situaciones y cumpliendo algunas condiciones, en una propuesta de aplicación universal? ¿Quién transformó una teoría surgida de la ciencia económica en una ideología despegada de la realidad? ¿Quién le dio la forma final a esta ideología, la promovió, la difundió y la puso en la cabeza de casi todos los hombres de negocio, políticos y periodistas? No tengo dudas en afirmar que fue Milton Friedman, el brillante economista que creó su propia escuela de pensamiento económico, se afincó en la Universidad de Chicago, y desde allí inundó el mundo con sus discípulos y admiradores, los «Chicago boys».
Friedman es el verdadero Gordon Gekko, el que elevó la codicia a su máxima categoría, colocándola como el motor del crecimiento. Ha logrado que legiones de hombres de negocios vayan por todo el mundo maximizando sus ganancias, desatando su avidez y soberbia (habitual entre quienes tienen mucho dinero), persuadidos de que están haciendo el mayor bien a su país, a su región, a su familia, a la humanidad entera.
En 1970 Friedman escribió lo siguiente: «Los empresarios creen que están defendiendo la libre empresa cuando declaran que a esta no solo le preocupan los beneficios, sino también algunos fines “sociales” deseables; que la empresa tiene una “conciencia social” y se toma en serio sus responsabilidades para crear empleo, eliminar la discriminación, evitar la contaminación y cualquier otro reclamo que venga de los reformistas. De hecho, están predicando el más puro y genuino socialismo. Los empresarios que hablan en estos términos son títeres involuntarios de las fuerzas intelectuales que han estado socavando las bases de una sociedad libre durante las últimas décadas. En un sistema de libre empresa y de propiedad privada, un ejecutivo corporativo es un empleado de los propietarios de la empresa, y tiene una responsabilidad directa para con sus empleadores. Esta responsabilidad es dirigir la empresa con arreglo a los deseos de los mismos, que por lo general será ganar tanto dinero como sea posible» (13). Más claro, el agua.
El contexto es importante. Friedman escribió estas líneas con el fin de liquidar el creciente movimiento de responsabilidad social empresarial (RSE) y corporativa (RSC) iniciado en las décadas del 50 y 60. En esos años los medios académicos y empresariales de Estados Unidos acogían y discutían con entusiasmo los novedosos y disruptivos trabajos de Howard Bowen, que escribió Social Responsibility of the Businessman en 1953; de Harold Johnson que publicó Socially Responsible Firms: An Empty Box or a Universal Set? en 1966; de Keith Davis, con su Understanding the Social Responsibility Puzzle, escrito en 1967, y de William Frederick con Corporate Social Responsibility. El artículo de Friedman logró, de alguna manera, herir gravemente este movimiento y desacelerar su rápida expansión en el mundo de los negocios. No pudo matar a la RSE ni a la RSC, pero ciertamente sí las contuvo con eficacia.
Friedman difundió su pensamiento neoliberal desde la Universidad de Chicago, primero en Estados Unidos, y luego a nivel mundial. En 1973 consiguió convencer a Augusto Pinochet para que aplicara sus ideas en la economía chilena; en 1979 convenció a Margaret Thatcher de hacer lo mismo para el Reino Unido, y finalmente a Ronald Reagan, que aplicó de lleno el neoliberalismo en Estados Unidos a partir de 1980. Desde allí sus ideas se expandieron por todo el mundo, hasta que llegaron, con zapatos y todo, al Perú, de la mano del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y Alberto Fujimori las recibió con los brazos abiertos.
Para que quede perfectamente claro, las variables a las que recurre permanentemente esta forma de pensamiento, convertida en ideología, son: el mercado, la empresa privada y la propiedad privada. Pero esas variables no son las más importantes, ni son los motores del desarrollo. Las más importantes, las indispensables para el desarrollo, son dos: el conocimiento y la innovación tecnológica. Sin ellas no hay desarrollo posible, como lo demuestra la experiencia histórica de los países hoy desarrollados que condujeron sus revoluciones industriales, y países como Corea del Sur, Singapur y China cuyo acelerado crecimiento es indiscutible.
Todos ellos apostaron por (i) el conocimiento, que tiene dos elementos constitutivos, la educación básica, tecnológica y universitaria de calidad y la inversión en investigación y desarrollo científico y tecnológico, y (ii) las aplicaciones del conocimiento a la producción, que son el aumento de la productividad, la innovación tecnológica y el emprendimiento dinámico.
Joseph Schumpeter y luego Peter Drucker desarrollaron la teoría que sustenta estas afirmaciones, como lo explicamos a profundidad en el libro (14). Mediante un sencillo ejercicio es posible comprobar la certeza y vigencia de lo que afirmo. Si hacemos una lista de los 10 países más desarrollados y otra lista de los países menos desarrollados, o sea los más pobres, encontraremos que en ambos grupos existe mercado, empresas y propiedad privada, es decir no encontraríamos mayores diferencias. Pero si tomáramos las variables conocimiento e innovación, las diferencias serían abismales.
Comprobaríamos rápidamente que los países más desarrollados invierten fuertemente en educación de calidad, básica, tecnológica y universitaria, así como en investigación y desarrollo científico y tecnológico. También encontraríamos en ellos un aumento constante en productividad, innovaciones tecnológicas, emprendimientos dinámicos y empresas competitivas.
En cambio, en los países pobres, menos desarrollados, no encontraríamos nada de eso. Tenemos entonces la evidencia empírica de la importancia de estas dos variables que explican a plenitud el desarrollo de los primeros y el subdesarrollo de los segundos.
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