(Artículo publicado previamente en RPP Noticias)
Uno de los componentes centrales de la agenda de desarrollo sostenible postcoronavirus debe ser el mejorar la productividad e ingresos la pequeña producción agraria. Hoy nos hemos dado cuenta de que los alimentos son el recurso más valioso que tenemos para lograr las defensas ante la COVID.19 y tener una vida saludable.
El tema de la salud es, en estos momentos, la primera prioridad de las políticas públicas nacionales y mundiales, copa los titulares de los medios, estalla en los memes de las redes, y ocupa totalmente la mente de los que tenemos hijos, padres y abuelos. Ha estado siempre presente en nuestras vidas, como evidencia la despedida cotidiana de “cuídate”, o los dichos populares de “salud, dinero y amor”; pero en la realidad se encontraba en un lugar distante dentro de las preocupaciones personales. La dábamos por sentada, no le hacíamos mucho caso. Ahora no podemos, la muerte está frente a nosotros, como un peligro real y presente.
Son cinco los componentes básicos de una buena salud: aire puro, agua limpia, alimentación saludable, ejercicios y/o deporte, y evitar el estrés. Sobre el aire de Lima y las ciudades del país, ya me ocupé en el artículo anterior; sobre el agua, felizmente tenemos a Sedapal, una empresa pública que funciona eficientemente y que brinda al 93 % de la población limeña agua limpia (no es el caso de la mayoría de ciudades del país); así que ahora me ocuparé del tercer elemento: la alimentación saludable.
Los alimentos que digerimos diariamente han sido una de las principales víctimas de la industrialización alimentaria, y más recientemente, del modelo económico vigente. Por causa de las economías de escala, bajar costos, vender más y ganar más, la calidad de los alimentos que compramos en los supermercados y bodegas ha ido cayendo. La población mundial adquiere cada vez más bebidas gaseosas, snacks, caramelos, galletas, helados, productos ultraprocesados, y come cada vez más frituras, harinas, embutidos, dulces, fast-food. El resultado es, en los países desarrollados, una población cada vez más obesa, con enfermedades como la diabetes, autismo, cáncer y Alzheimer. Y en los países en desarrollo, obesidad en sectores de ingresos altos y medios, acompañada de anemia y desnutrición en los sectores de bajos ingresos. No solamente engordan y no nutren, sino que estos alimentos bajan las defensas y debilitan el sistema inmunológico.
No puede ser casualidad que el coronavirus haya empezado en China, un país cuya calidad de alimentos ha ido bajando drásticamente y con una contaminación ambiental creciente.
Felizmente para todos los peruanos, tenemos alimentos de muy buena calidad disponibles: la mayor variedad de frutas de la selva y ceja de selva, la mayor variedad de tubérculos de nuestra sierra, la mayor variedad de verduras, legumbres y cereales de la costa y la sierra, la mayor variedad de peces y mariscos del mar peruano, muchas raíces y cortezas súper alimenticias y curativas de la selva y sierra. Tenemos, al alcance de todos, un verdadero paraíso alimentario, producto de la gran biodiversidad peruana, una de las mayores del mundo. La gran mayoría de estos alimentos son producidos por la pequeña producción agraria, presente mayoritariamente en la costa, sierra y selva.
Lo que para algunos es una debilidad, una señal de atraso y subdesarrollo, es en realidad una bendición, una fortaleza, y la fuente principal de la salud, que ahora todos buscamos con desesperación. Porque esa pequeña agricultura usa semillas naturales (no transgénicas), abonos naturales, casi no usa insecticidas, preservantes, saborizantes, y demás químicos que afectan la salud de las personas.
Prefiero mil veces comer una papa amarilla sancochada, sembrada y cosechada en Huancavelica por una comunidad campesina, que un puñado de papas blancas importadas desde Holanda recontra fritas en un fast-food, llena de químicos y grasas. O una ensalada de brócoli de Lambayeque, palta de Ica y quinua de Puno, que unos fideos con trigo de Argentina y Ketchup de Estados Unidos.
Adolfo Figueroa, mi profesor de microeconomía, me enseñó que los precios relativos son el producto de una determinada correlación de fuerzas: pues la crisis actual ha hecho que los precios de los alimentos vengan subiendo y van a permanecer arriba, para bien de los campesinos, el sector más postergado de la sociedad peruana. Para que estos incrementados recursos no se queden en manos de los intermediarios, el apoyo a la pequeña producción agraria debe ser masivo, eficaz, mirando al futuro.
Este tiene que ser uno de los componentes centrales de la agenda de desarrollo sostenible postcoronavirus. Es indispensable potenciar programas como Sierra Productiva y otros similares (privados), y Sierra y Selva Exportadora (público), y diseñar los que sean necesarios, que ayudarán a este sector a mejorar su productividad e ingresos. Lo principal es que el sector logre asociarse y aprovechar la revolución digital en curso. Se pueden desarrollar programas que permitan al consumidor, desde ahora hiper-preocupado por su salud, conocer en dónde se produjo ese kilo de camote, en qué condiciones ambientales, qué personas intervinieron, a quiénes beneficia, entre otros. Información que van a exigir cada vez más los consumidores, nacionales y extranjeros, más conscientes de lo que comen y beben. Se juntan así dos mundos, la naturaleza de la mano con la pequeña producción, con la alta tecnología digital que potencia a los consumidores, cada vez más exigentes y sofisticados, y que facilita el contacto directo de estos con los productores.
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