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Fernando Cillóniz / Por una revolución moral


Voy a referirme nuevamente al caso de las conversaciones –totalmente comprometedoras– entre el presidente Vizcarra y sus secretarias, y las contrataciones –totalmente injustificadas– de Richard Swing, y ¡sabe Dios cuántos amigos y colaboradores más! Y lo hago porque –como muchos peruanos– considero que está muy mal que el Estado malgaste nuestros impuestos de una manera tan irresponsable.


Está claro que para el Presidente no está mal que el Estado contrate a ese tipo de gente para ese tipo de servicios. Me refiero a personajes como Richard Swing, y a servicios como charlas motivacionales para funcionarios del Ministerio de Cultura, en plena pandemia. –Si muchos lo hacen ¿por qué no lo podría hacer yo?– más o menos así respondió el Presidente a la pregunta que le hizo una periodista en un canal de televisión. Pero lo peor vino después, cuando con total desparpajo agregó –¡qué tanto! si sólo se trató de S/ 175,400, es algo completamente intrascendente– ahondando así su desfachatez en cuanto al manejo de fondos públicos.


¡Está clarísimo! El clientelismo político tampoco es un problema para el Presidente Vizcarra. Para él no está mal contratar a personajes sin más mérito que el sólo hecho de ser amigo, familiar, militante del partido de gobierno, o colaborador en campañas electorales previas. Y tampoco le parece mal gastar la plata del Estado –léase de los contribuyentes– en servicios que no sirven para nada.


¡Qué problema! ¿Con qué autoridad moral –el presidente Vizcarra– podrá combatir el clientelismo político en las demás dependencias estatales? –Si el presidente lo hace ¿por qué no lo voy a poder hacer yo?– retrucarán muchos alcaldes, gobernadores, ministros, congresistas, jueces, y mil funcionarios públicos más.


En el nombre de la moral y la eficiencia en el gasto público el Presidente debió ser el primero en marcar la diferencia; pero no. El Presidente actuó como uno más del montón. El clientelismo político es un acto inmoral, aunque muchos lo hagan. Por otro lado, el mal uso de recursos públicos constituye una falta grave, aunque muchos –también– lo hagan.


Son –precisamente– actitudes como la del Presidente Vizcarra lo que me lleva a plantear una revolución moral para el bienestar de la población y el progreso del Perú. Una revolución moral que rescate –de las cenizas– los valores de la verdad, la justicia, el bien, y la vida. Una revolución que remueva las consciencias de nuestras autoridades para que entiendan lo que es vivir en un Estado de Derecho; lo que es el principio de igualdad ante la ley; y lo que implica que el Estado esté para servir a la población y no para servirse de ella.


Una revolución moral que consolide los conceptos de eficiencia y transparencia en la gestión pública. Que enaltezca los valores de la puntualidad y la austeridad en el Estado. Que respete la carrera pública y la meritocracia en todas las dependencias estatales. Y que refuerce los conceptos de ciudadanía, dignidad, seguridad, libertad, responsabilidad, propiedad, etcétera.


En fin, una vez más debe quedarnos claro que del Estado –tal como está– no debemos esperar nada. El Estado está tomado por la mediocridad y la corrupción. En consecuencia, de allí no va a venir la revolución moral. El Poder Judicial no se va a corregir a sí mismo. El Congreso, menos. Y del Poder ejecutivo –si para el presidente Vizcarra no está mal lo de Richard Swing– ¡qué podemos esperar!


La revolución moral tendrá que nacer de la ciudadanía. Mejor dicho, de cada uno de nosotros. ¡No queda otra!


OTROSÍ DIGO: Todo parece indicar que habrá que agregar al prontuariado Martín Alberto Vizcarra Cornejo el cargo de miembro de la mafia –y coimero– del club de la construcción. Un presidente más, una autoridad más, una raya más al tigre. ¡Terrible!


OTROSÍ DIGO: Por favor… que no insista en decir que su prioridad es la lucha contra la corrupción.


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