La frase original es “El campo es santo, la ciudad no tanto”. Y proviene de Fray Ramón Rojas – más conocido como el Padre de Guatemala – quien allá por el año 1830 hizo brotar agua en el desierto de Ica, en un lugar conocido como Pozo Santo. Para muchos iqueños, el fraile guatemalteco es un santo de facto. “Un santo buscador de hombres en su existencia, en su vida sencilla, y su trato cotidiano”. (Ver “Vida y Prodigios de Fray Ramón Rojas” escrito por Alberto Benavides Ganoza)
A lo que quiero llegar es que el Estado peruano no es – ni remotamente – tan santo como debiera. Los ciudadanos no nos sentimos adecuadamente servidos por él. La política – o, mejor dicho, la politiquería – lo ha malogrado todo. El hecho es que el Estado ha devenido en un ente inoperante, maltratador, sobredimensionado, engorroso, indolente, despilfarrador, parasitario, y – sobre todo – corrupto. Incluso, chantajista. Y encima, abusivo y mandón.
La coima y el clientelismo político son sus principales atributos. Ciertamente, hay servidores públicos honestos, eficientes, y muy serviciales. Pero – lamentablemente – hay muchos malandrines también… en todas las instituciones públicas, y a todo nivel.
La pregunta es… pasada la pandemia ¿vamos a seguir con el Estado, tal cual? ¡De ninguna manera! Lo estamos viendo en estos días de emergencia. La precariedad de los hospitales públicos. Las compras de mascarillas y equipos de pésima calidad… y recontra sobrevalorados. Alcaldes y autoridades regionales apropiándose ayuda humanitaria. Calles inmundas. Sin agua… ni para lavarnos las manos. ¿Y qué decir de la corrupción en el Poder Judicial? La verdad, la verdad… el Estado no sirve.
Bueno pues, así como la pandemia está propiciando un cambio radical de usos y costumbres en la ciudadanía y en el sector empresarial, lo mismo debe ocurrir en el Estado. Claro que los cambios en el Estado debieron ocurrir hace tiempo… mucho antes de la pandemia. Pero no discutamos eso. Traguémonos el sapo. Y discutamos – más bien – el cómo y quién debe cambiar al Estado. Más vale tarde que nunca.
El Estado tiene que concentrarse – prioritariamente – en mejorar los servicios de agua, salud, educación, y seguridad. ¡Y punto! El único gran objetivo debe ser la vida – y el bienestar – de las personas y la naturaleza. Eso implicaría aumentar significativamente los presupuestos de los cuatro servicios antes mencionados. Entonces ¿de dónde pecata mea? Pues de la reducción de muchos programas e instituciones públicas innecesarias y redundantes, que no sirven para nada… y que cuestan un montón de plata.
El clientelismo político debe terminar. La meritocracia y la carrera pública deben establecerse como normas sagradas en el aparato estatal. Para ello hay que replicar el modelo de autonomía y profesionalismo del Banco Central de Reserva (BCR) en los demás servicios básicos. Hay que acabar con las prerrogativas ministeriales, regionales y municipales de cambiar funcionarios públicos según sus filiaciones partidarias, familiares o amicales.
Hay que ir – firmes y directos – a la transformación digital del Estado. Cero papeles. Cero colas. Cero coimas. Compras y contrataciones, permisos y licencias, certificados, títulos de propiedad… todo debe digitalizarse.
Ahora bien. Dado que el Estado no se va a cambiar a sí mismo ¿quién debería cambiarlo? En mi opinión, el cambio lo tendríamos que forzar desde la ciudadanía. No queda otra. Desde la ciudadanía tenemos que evaluar con objetividad los servicios del Estado, y desenmascarar a los corruptos e indolentes. La prensa tendría que jugar un rol preponderante en esta materia. Y así por el estilo.
En fin. Estas son ideas – solo ideas – para que el Estado sea tan santo como el campo. Veremos – con el tiempo – cómo nos va.
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