Esta semana nos ha sorprendido el escándalo de la prisión preliminar dictada contra Agustín Lozano, presidente de la Federación Peruana de Fútbol, y un grupo de directivos que lo acompañan en su gestión al frente de la institución más importante del deporte más multitudinario.
Los rumores de una gestión con irregularidades, que acomodó “a su medida” cambiando los estatutos de la Federación, venían desde hace varios años. Sin embargo, a Lozano se le veía muy tranquilo, siempre alternando con personajes del poder estatal e incluso con presidentes de la República, como Martín Vizcarra y Dina Boluarte, con quienes parecía tener mucha confianza.
Al allanamiento de su vivienda y otros inmuebles, se sumó su detención preliminar por 15 días, junto a otros siete directivos de clubes deportivos, así como a trabajadores de la FPF, relacionados con la presunta organización criminal que ha sido denominada Los Galácticos.
El motivo de estas acciones, por orden judicial, se debe a presuntas irregularidades en el contrato suscrito con la empresa 1190 Sports, a quien se le cedieron todos los derechos de transmisión del campeonato peruano; la Fiscalía les atribuye presuntos delitos de organización criminal, fraude en la organización de personas jurídicas, coacción, corrupción en el ámbito privado y lavado de activos.
A todo ello se suma el caso de los “aviones parranderos”, que trasladaron a sus invitados especiales con gastos pagados, personas que no eran parte del comando técnico ni del plantel de jugadores —según la Fiscalía— para que disfruten de los encuentros de la Selección Peruana en Barcelona y Doha en 2022.
Si estos hechos se probaran, podrían explicar el motivo del fracaso del fútbol peruano, casi último en la tabla de posiciones premundialistas y casi sin la esperanza de volver a jugar con los grandes en un Mundial de Fútbol al que volvimos después de más de 30 años, de la mano de Ricardo Gareca, a quien Lozano no le renovó contrato.
La directiva de Lozano no solo ha cortado la posibilidad a muchos “hinchas” de disfrutar los partidos por la televisión local, sino que ha sido incapaz de dotar al fútbol peruano de las grandes figuras que necesita y que no pueden surgir frotando la lámpara de Aladino, como sabemos. Todos los equipos de fútbol que se precian, si bien contratan a los mejores de acuerdo a su economía, poseen Escuelas de Formación para sus semilleros.
El fútbol, nos guste o no, no es cualquier deporte; es el deporte de las multitudes que, frente a estos hechos sospechosos de corrupción al más alto nivel, se siente defraudado en sus sentimientos profundos, porque el fútbol es una de las pocas actividades que despierta la unidad nacional, el patriotismo y el orgullo de pertenecer a un país.
Este fenómeno se produce aquí y en cualquier lugar del planeta, y para quienes no lo comprenden, hay que decir que las necesidades de las personas no son solo de alimentación, salud y educación, sino también de entretenimiento. El fútbol es el deporte que —hoy por hoy— apasiona a una gran afición que espera de sus dirigentes, entrenadores, árbitros y jugadores un comportamiento de acuerdo con sus expectativas y con las altas remuneraciones que provienen de los bolsillos de los “hinchas” que siguen los campeonatos.
Sin estos “hinchas” no habría inversión millonaria de la publicidad, que llega a engrosar los ingresos de los jugadores y demás relacionados con el ahora gran negocio del fútbol; la pelota no se mancha, y si se mancha, se paga caro.
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