
El 9 de marzo, Día de la Mujer, más que un día de reivindicación, es un día de celebración. Porque la mujer, no podemos negarlo, ha adquirido una influencia, un peso y un poder que no tuvo en otras épocas de nuestra civilización.
Pero, a la vez, nunca como ahora, la dignidad de la mujer como “ser humano” ha sido más incomprendida, manipulada y hasta despreciada. El objetivo es llevarla a un escenario individualista, materialista y hedonista.
Los movimientos feministas, desde su inicio, han pretendido un concepto equivocado de “igualdad” entre varones y mujeres. Asunto que, muchas décadas después, se llevó a la discusión mediática con la aparición del libro Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus, de John Gray, en la década de los 90.
El filósofo Leonardo Polo afirma —solo lo digo en líneas generales— que varones y mujeres somos iguales solo en cuanto a que tenemos la misma dignidad humana; pero, por lo demás, somos distintos y complementarios.
Estos conceptos muy bien se oponen al feminismo radical, que nació con Simone de Beauvoir, quien se propuso separar la visión de mujer y de varón de su propia esencia natural para convertirlo en una simple “construcción social”. Todo esto sucedía en un momento en que pensadores como Nietzsche habían declarado la “muerte de Dios” y, lógicamente, proponían su reemplazo por el “súper hombre”.
En consecuencia, la citada feminista acuña la frase: “No se nace mujer, uno llega a serlo”, contradiciendo el pensamiento de Aristóteles, quien afirma, con razón, que varón y mujer son conceptos ya dados por la misma naturaleza de cada cual.
La llamada ideología de género tiene su base en esta visión errónea, por la sencilla razón de que no se condice con la realidad. Por eso, el feminismo que nace en De Beauvoir tiene que forzar la realidad hasta el ridículo.
La reivindicación de las mujeres se inició recurriendo a estereotipos de mujeres parisinas que fumaban tabaco, recorrían los bares, presumían de sus amantes y cambiaban las faldas por los pantalones y corbatas, prendas en esos momentos eminentemente masculinas.
Las primeras reivindicaciones femeninas se hicieron, irónicamente, tomando como modelo los usos y costumbres del varón de la época, olvidándose de la dignidad de la mujer.
Estas corrientes feministas, si bien pretendían la superación de la mujer, no tomaron en cuenta que la mujer debía ser rescatada, pero desde su “dignidad y valor como persona humana”, de la misma naturaleza antropológica que el varón.
Por tanto, desde su propia humanidad, todos debemos ser reconocidos como igualmente valiosos, con las mismas oportunidades de desarrollo y con los mismos derechos humanos, sin distinción de sexos, razas u origen.
Ahora, cuando se habla de la reivindicación de la mujer, se ofrece solo un modelo de mujer —individualista, materialista y hedonista—, como si la mujer no tuviera que cumplir un papel fundamental y solidario en su familia y la sociedad.
Las mujeres alegres son las que están comprometidas con los demás, desde las personas más cercanas, con quienes están unidas por lazos familiares que invitan a varones y mujeres a la entrega mutua, hasta las personas con quienes trabajan o comparten lazos de compañerismo o amistad.
La mujer, conjuntamente con el varón, está llamada a cooperar, desde su propia feminidad, en la vida social, económica y política; escenarios que se han visto enriquecidos conforme ha tomado protagonismo, aportando ópticas distintas y complementarias que hacían falta para la solución de los problemas en todos los ámbitos, dentro de la cultura del respeto a la dignidad humana.
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