El 26 de junio felicité por las redes a los miles de exalumnos y alumnos de la Universidad de Piura (UDEP) por la fiesta del fundador San Josemaría, ese mismo día el Arzobispo, Carlos Castillo, consideró pertinente que este santo, canonizado en 2002 por San Juan Pablo II, no debiera permanecer en la Catedral de Lima.
Conocí la UDEP, que fue fundada en 1969, cuando estudiaba en el colegio y desde ahí, soñaba con estudiar en ella por el prestigio que adquirió esta institución desde sus inicios; sin embargo, tenía fama de ser un centro de estudios elitista y, por tanto, con pensiones académicas altas.
Mi madre, profesora de Educación Primaria -quien estaba convencida de que “la mejor y la única herencia a los hijos es una buena educación”- recibió un día la visita de un vendedor de libros, quien le contó que su hijo estudiaba Ingeniería Industrial en la UDEP, lógicamente se sorprendió, porque esta persona no correspondía al perfil de los padres de familia “elitistas”. El señor le explicó que en la UDEP estudiaban personas de todos los niveles económicos, gracias a un Sistema de Pensiones Escalonadas, por el cual los alumnos pagaban una pensión mensual, de acuerdo a los ingresos económicos familiares. Fue gracias a este testimonio real a quien debo, en parte, el haber estudiado ahí.
Ingresé a la universidad y tuve la oportunidad de formarme con grandes maestros peruanos como extranjeros que nos dieron una instrucción de primera; pero, sobre todo, nos abrieron los ojos a una cultura de amplios horizontes y nos educaron en los valores humanos y cristianos, entre los que destaco el servicio a la sociedad y el respeto a las personas y a su libertad. Con toda razón, quien fue Arzobispo de Piura, Erasmo Hinojosa, decía que “la UDEP era una de las perlas más preciadas de su mitra”.
Los estudios eran fuertes, en el sentido de que, por las mañanas, asistíamos a clases y, por las tardes, teníamos prácticas evaluadas diarias; estudiábamos e investigábamos con exigencia. Nuestros profesores, sin embargo, siempre estaban en los despachos, pasillos o cafetería, dispuestos escuchar y ayudarnos en todas nuestras inquietudes propias de jóvenes universitarios en una época convulsa, como fue la mía.
Recuerdo a todos mis profesores, pero en especial, a José Navarro, César Pacheco, Isabel Gálvez, Marisa Aguirre, Luz González, Ramón Mugica, Carmela Aspíllaga, Mario Polía (descubridor de Aypate en Ayabaca), Estaban Puig (sacerdote, investigador de las leguas Tallán y Vicús), Víctor Morales, Tere Truel, José Ramón Dolarea, Yolanda Ho, Pablo Ferreiro, José Ricardo Stok, Anita Chullén, Elsa Bermejo y Jesús Moliné (después Obispo de Chiclayo). Así como a los profesores visitantes: José María Desantes (fundador del Derecho a la Información), el historiador Vicente Rodríguez Casado y Francisco Gómez Antón. Todos, amigos y maestros de primera.
Llegué a ser después profesora en la UDEP, por más de 25 años, donde disfruté de su cálido ambiente humano y ecológico, porque la universidad de “las arenas blancas y los algarrobos verdes” se convirtió en un parque donde crecían plantas y paseaban zorros, trinaban los pájaros, y corrían las lagartijas, ardillas y los venados que Nacho Benavente conseguía.
Conocí al fundador de mi universidad San Josemaría -quien visitó la Catedral- en su viaje a Lima en 1974, con un grupo de universitarios. Asistí a su beatificación (junto a Santa Josefina Bakhita, patrona de Sudán) que fue multitudinaria y multiétnica, llenó la plaza de San Pedro y la vía della conciliazionne en Roma, a tope. Mucho que agradecer a este santo de lo ordinario.
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