El respeto a las instituciones en una sociedad moderna no es de derechas, ni de izquierdas, es de demócratas. La historia nos enseña, desde la época de los griegos y los romanos, maestros de la cultura occidental, que la vivencia de la ética, la moral, el respeto a la ley y la Constitución son muestras inequívocas de una nación civilizada.
Cuando la emoción y las pasiones no se conjugan con la razón y la responsabilidad se producen crisis muy parecidas a las pataletas de los niños cuando no quieren aceptar que, en los juegos, a veces se gana, pero también se pierde. En una sociedad influida por el pensamiento voluntarista e individualista se rechaza y ataca todo aquello que no me favorece, no me entretiene, o no me gusta, sencillamente.
El momento de crisis política actual tiene este telón de fondo, de otra manera no se entendería por qué, desde las elecciones de 2016, estamos en una situación que ha llegado al extremo de elegir a 4 Presidentes de la República, antes de que se acabe este período, el 28 de julio de 2021, en coincidencia con la celebración del Bicentenario de la Independencia Nacional.
La falta de respeto a la institucionalidad, la vemos en primer lugar, en los líderes que las integran y que, tantas veces, no son conscientes de lo que representan; porque llevar una banda Presidencial no es para la foto, el Presidente encarna la nación por mandato constitucional. Lo mismo con los congresistas, quienes deben recordar que son, sobre todo, representantes de sus votantes y actuar en consecuencia.
La voluntad individual del gobernante y del parlamentario, en cuanto tal, no le pertenece, sino que debe estar siempre en concordancia con las verdaderas necesidades de los ciudadanos; tampoco es cuestión de seguir las encuestas ni el voluntarismo del momento, porque se caería en el error del populismo. Por otro lado, es necesario también respetar el voto en las urnas, por una gobernabilidad civilizada.
Pero, últimamente, no solo los dirigentes políticos y mediáticos que ya casi no se diferencian, sino también los líderes de varios monopolios empresariales, se suben a la ola del populismo y se montan en ella; porque creen que van a ganar más votos, más rating, más ventas, tal vez en el corto plazo, pero a costa de lo más valioso que tienen la política, los medios y el negocio: la CREDIBILIDAD.
Es por eso que aplauden los ataques a las instituciones democráticas; pero estos dirigentes, a su vez, no aceptan que son responsables directos de las consecuencias que estas crisis producen en la sociedad, en la política, la economía y el Estado de derecho. Contribuir de, una manera u otra, a que se deterioren los plazos, las leyes y las instituciones que tiene la civilización democrática, es ni más ni menos que cargarse la prosperidad presente y futura de la nación -para darse el gusto de inflar su ego- por un plato de lentejas.
Démosles el beneficio de la duda, tal vez estén cegados por el día a día y la influencia del voluntarismo; pero si existen tantos peruanos ilustres que dudan hasta del concepto de “vacancia por incapacidad moral permanente”, algo “huele a podrido en Dinamarca”, decía Shakespeare. Mentir es una falta moral y más si se tiene el hábito de la mentira. El mentiroso no aprecia cuando la mosca infecta el pastel y se lo come, tan ricamente. ¡Cuidado con la contaminación de países vecinos que ya vivieron la misma historia!
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