(Publicado previamente en El Comercio)
En estos tiempos en que están tan en boga los ofrecimientos de los políticos, sean estos candidatos o funcionarios ya elegidos en pleno ejercicio, parece oportuno recordar los versos del refranero popular que dice:
Ofrecer, ofrecer
hasta vender;
y después de vendido
olvidar lo prometido.
Es evidente que esta situación no es privativa de los políticos, ya que puede aplicarse a cualquier transacción, sea esta comercial, familiar, amorosa o amical a todo lo largo y ancho de nuestra querida patria. Y es que la promesa es una forma de demostrar afecto y hospitalidad que brota espontáneamente de la cultura social peruana. Y no es hecha -en la mayoría de los casos- de mala Fé o pensando ipso jure en no honrarla; sino más bien tratando de ayudar –ciertas veces agradar o impactar- a nuestros interlocutores. En todo caso podría demostrar una cierta ligereza, o un desmemoriado futuro que nunca llegamos a recordar.
Por otro lado, los destinatarios de las promesas las aceptamos sin mayor hesitación, aunque en nuestro fuero interno sabemos que nunca serán cumplidas, pero muchas veces nos aferramos a la esperanza de que “esta vez pudiera ser cierto”. Es como no saber decir “no”. Ni emitirlo, ni menos aceptarlo. El “no” en nuestra sociedad viene a ser casi como un insulto. Decir “no” (equivalente a decir nuestra verdad) origina un estado vital de destemplanza tanto en los unos como en los otros. Que grosero “es tan directo” y “bruto” para decir las cosas. “no tiene tino” y preferimos, entonces, usar los eufemismos.
Eufemismos usados no sólo en lo coloquial sino también a nivel nacional. Así, por ejemplo, las barriadas se convirtieron en pueblos jóvenes (lo joven es una esperanza), los países subdesarrollados en países en “vías de desarrollo” (futuro es otra esperanza de algo mejor) cuando en la realidad, monda y lironda, somos países en vías de subdesarrollo. Las pérdidas nacionales o empresariales en ganancias o “superávits” negativos. Guerras perdidas por generales victoriosos, y etcéteras. Y es que según decía un filósofo el autoengaño es mejor que el psicoanálisis...y más barato
Cuanto ganaríamos si pudiéramos referirnos a las cosas por su nombre, al pan: pan y al vino: vino. Cuanto tiempo perdido, cuantas ilusiones truncadas, cuanta decepción, frustración y encono nos podría evitar el decir siempre la verdad, aun cuando hay dignidades que ponderan y justifican la mentira y el engaño en ciertas circunstancias y oficios. Pero como se dice los peruanos no somos “Ni chicha ni limonada sino todo lo contrario o viceversa”.
Cuanto agravio y deslealtad tienen las promesas no cumplidas. Un niño engañado sufre enormemente al verse frustrado. Y no hablemos de aquellos sueños de altares ofrecidos que generan peligrosos despechos amorosos; o lo que es más cruel aún: estafar a pueblos necesitados de creer y esperanzarse para pasar el interminable día a día. Pero veamos algo más concreto, y no sólo analicemos la promesa desde un punto de vista filosófico o retórico. En sociedades tan adelantadas y desarrolladas -paradigmas de nuestro diario hacer y acontecer- las promesas generan jurisprudencia, es decir, actos jurídicos incontrastables.
Convenios cerrados verbalmente, aún sin testigos, vinculan tanto a quienes ofrecen cómo aquellos que aceptan la promesa mediante un contrato legalmente establecido y por ende de exigible cumplimiento por las partes involucradas. Si alguien hace una oferta proclamada públicamente y si alguien la acepta dando cumplimiento a lo solicitado por el ofertante, el contrato queda establecido y el ofertante este obligado a cumplirlo bajo pena de resolución, recesión o nulidad de lo pactado.
Si aplicamos estos criterios a la oferta política, cualquiera que esta sea, el contrato queda establecido en el momento que el ciudadano emite el voto solicitado, y quien se ve favorecido con esta votación queda irremediablemente obligado a cumplir su (o sus) promesa bajo penalidad de perder su investidura, cargo y rango que la contraparte le otorgó; sin perjuicio de la acción legal correspondiente a la cual hubiere lugar por incumplimiento de contrato. Es decir que si un alcalde (presidente, parlamentario, etc.) no cumpliera con lo prometido, su mandato quedaría revocado “ipso facto” por incumplimiento del contrato electoral.
Si esta propuesta que considero legítima queda en letra muerta por no tener la “legalidad” requerida actualmente para aplicarla, sería hora que nuestros parlamentarios nos proporcionen los instrumentos jurídicos para ponerla en efecto y evitar el tráfico y la estafa electoral desvergonzada y vergonzante que nos cataloga como un país de opereta barata.
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