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Carlos Ginocchio / Poemario a Imperia: inéditos de López Albujar (3 de 4)


POR QUÉ VOY AL TEMPLO


¿Quieres que te diga por qué voy al templo,

Ya que se imaginan es por dar ejemplo?


Era la mañana de un jueves de junio,

En mi ser soplaban vientos de infortunio,

Con violencia tanta, que las blancas rosas

De mis ilusiones, ayer tan hermosas,

Caían en lluvia de triste concierto

Como si le echaran aspergios a un muerto

El sol, con su nimbo de luz triunfadora,

Un beso de llamas le daba a la aurora,

Mientras las campanas con vibrante risa,

En las blancas torres llamaban a misa,

Y en las copas verdes de los tamarindos

Una alada tropa de plumajos lindos

Como en una suave y armónica diana,

Saludaba alegre la alegre mañana.


¡Qué triste contraste mi tristeza hacía

Con el panorama que en torno veía!

En mi alma, una adusta legión de dolores,

Allá afuera, trinos y luz y colores

Y un instante hubo que, aunque pensé hondo,

Al mar de la idea no le encontré fondo,

Cuanto más bajaba más sentía el frío

De ese desconsuelo que causa el vacío.


Solo vi a un espectro que me contemplaba

Era mi amada que resucitaba

Y comprendí entonces por qué la conciencia

Llora si en el alma muere una creencia;

Y comprendí entonces por qué la esperanza

Tanto más se aleja cuánto más se alcanza,

Y comprendí entonces, de este extraño modo,

Las hondas tristezas del que niega todo;

Y comprendí entonces por qué se delira

Aun sabiendo el alma que era una mentira!


Me encontraba en estas pobres reflexiones,

Viendo la derrota de mis ilusiones,

Cuando tú pasaste, gentil y altanera,

Derramando efluvios de amor por la acera

Tus negras pupilas y tus labios rojos

Iban despertando codicia en los ojos,

Y tus regias curvas, de atrevidos vuelos,

Explosión de asombros y locos anhelos.

Yo te seguí entonces, mudo reverente,

Como al astro un día los magos de Oriente.

Penetraste al templo, por la inmensa nave,

Y te arrodillaste con un aire grave,

Luego con la diestra una cruz hiciste

Y a esa cruz un beso silencioso diste.


En aquel instante de apacible calma,

Que en místico ensueño sumergía el alma,

Un infantil coro, de albas vestiduras,

Con plegaria ardiente rasgó las alturas;

“Salve, Omnipotente, redentor del mundo,

Que estás en lo inmenso como en lo profundo.

Tú eres esperanza, tú eres alegría,

Paz, amor, dulzura, luz, y alegría”.

Y aquellos querubines, que, en férvido coro,

Llenaban el templo con cánticos de oro,

Eran como espejo de alto simbolismo

En que se miraba mi materialismo,

Hosco, irreverente, desnudo, prosaico,

Con el prosaísmo de un signo algebraico.

Y volví mis ojos hacia ti, Imperia,

Casi avergonzado de ver mi miseria,

Y, a un tiempo mismo, triste y dolorido

Porque todo, todo lo había perdido

Y al volver los ojos y verte contrita,

tal como Mefisto tentó a Margarita,

sintió mi alma un beso de luz y esperanza

y una voz que dijo: “Quien espera, alcanza”.


Después, cauteloso, vacilante, lento,

Me invadió un asomo de enternecimiento,

Que ahuyentó la sombra de mis extravíos

Y avivó la llama de mis desvaríos,

Que me habló de cosas tan dulces y raras

Que nunca en mis sueños las pude ver claras

De la actitud casta de la mujer que ora

Y por los pecados de todos implora,

De la boca fresca, que sutil se mueve

Como el aleteo de un pájaro breve,

De las manos blancas que se elevan juntas

Así como se unen las manos difuntas,

De los ojos tiernos que en suave deliquio,

Parecen el ritmo de un dulce hemistiquio,

De esos tonos vagos, opalinos, suaves,

Hijos de la eterna sombra de las naves,

Que le dan al rostro relieves de raso

Y a la carne blanca, palidez de ocaso,

Del místico ambiente que el alma respira,

Del órgano flébil que en lo alto suspira,

De la hostia que se alza mientras las cabezas

Se bajan al peso de sus impurezas

Y las manos tocan a arrepentimiento,

Tal como movidas por un pensamiento.

¡Ah, cuantos tesoros hay en un detalle!

Te había visto ufana, triunfal en la calle,

Riendo con tu risa de célico arpegio

Y haciendo saludos con talento regio,

Te había visto dando gloria a un espectáculo,

Como la Custodia le da al Tabernáculo,

Desnudos tus hombros y el pecho desnudo

- Pecho que quisiera que fuera mi escudo -

en el baile, llena de actitudes reales,

deshojando risas como madrigales,

y en el mar, donde te daban las ondas

voluptuosos besos en tus carnes blandas

mas nunca te había mirado contrita,

tal como Mefisto tentó a Margarita.


Por eso al mirarte de hinojos orando,

Lentamente en mi alma fue resucitando,

No la fe cristiana, que matara un día,

A golpes de análisis, mi filosofía,

Sino la fe heroica de las ilusiones,

Que es la eucaristía de los corazones,

Y, en el conjuro breve de un esfuerzo oculto,

En mi alma surgiste como un nuevo culto-

Luego, con mi gloria, levanté un santuario,

En donde mi numen – férvido templario –

Ante ti, de hinojos, juró romper lanzas

Contra los verdugos de las esperanzas;

Y, por una extraña fantasía loca,

Me imaginé un cáliz tu sangrienta boca,

Y tus blancas manos dos hostias benditas

Que juntara un lazo de ansias infinitas.


Oré entonces, lleno de un amor pagano;

“Dios te salve, Imperia, tentador arcano,

Tan llena de gracia eres, que entre las mujeres

Tú la más excelsa y original eres.

¡Que tu vientre sea bendito y fecundo

Y dél salga un día quien redima un mundo!”.


Piura, 1905




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