La historia del Perú en los colegios tiene maquillajes y omisiones: Francisco Pizarro con treinta soldados españoles derrotó a Atahualpa, soslayando contaba con miles de indios de pueblos sojuzgados por los incas. En la guerra del Pacífico se oculta el caos del país y se resalta la agresividad chilena. De Alfonso Ugarte se silencia su calidad de empresario que armó a sus peones y combatió con ellos. Ugarte y Alcides Carrión se blanquean en los textos escolares, disfrazando su condición mestiza. Se mencionan los incas, pero ninguna evocación a civilizaciones regionales, como la Tallán en Piura, o huancas en Junín.
La cultura es ajena a nuestros líderes. Su ceguera prioriza obra física, muchas veces improductiva y hasta corrupta. Se han dejado ‘ganar el vivo’ por interesados en mostrarnos otra cara del fenómeno que se inició el 17 de mayo de 1980, cuando retornamos a la democracia con las elecciones en las que triunfó Fernando Belaúnde, y ese día, Sendero Luminoso quemó ánforas electorales y colgó canes en postes de luz, en Chuschi (Ayacucho). En 1992, fueron capturados los líderes de los movimientos más sanguinarios que ha conocido el Perú, Abimael Guzmán de SL, y Víctor Polay del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru.
Quienes nacieron a partir de la década de los 90’ cuentan con una edad máxima de 32 años. Representan más de 30% de la población del país. Desconocen los sucesos de 1980-1992 (terrorismo), 1985-1990 (inflación, devaluación, escasez), y 1968-1980 (confiscación de las libertades, apropiación de la prensa, suspensión de importaciones, nacionalización de empresas). Entérense cómo habrían influido en sus vidas.
Los jóvenes gustan de viajes y turismo. En el extranjero nos consideraban ‘apestados’ y las visas eran dificultosas. En el interior, la presencia terrorista obstaculizaba visitas. ¿Ayacucho?, imposible. Los subversivos realizaban acciones sangrientas, incluso en Chosica y Huacho. Recuerdo un viaje aéreo a Pucallpa, el aeropuerto rodeado por el ejército, y los autos esperaban fuera del recinto.
El combate contra el terrorismo nos costó entre 30 y 70 mil muertos y desaparecidos, según diferentes versiones, 85% en Ayacucho, Junín, Huánuco, Huancavelica, Apurímac y San Martín, 79% en zonas rurales. Masacres como las de Lucanamarca y Soras, asesinaron salvajemente a 69 y 100 campesinos, respectivamente, con piedras, picos y armas de fuego.
En 2019, la Contraloría señaló que la corrupción le cuesta al país 3% del PBI, y en 2019, habría generado pérdidas por S/ 22,059 millones. Durante el gobierno de Velasco se crearon 175 empresas públicas – bancos, mineras, aviación comercial, aeropuertos, pesqueras, comercios de alimentos, telecomunicaciones, estaciones de servicio, supermercados, telefonía, hidrocarburos, cines -, alcanzando la cantidad de 223 en 1990, duplicando el número de trabajadores estatales, y generando pérdidas por más de S/ 30,000 millones. El estudio ‘Economía y Violencia’ de ‘Constitución y Sociedad’ estima que las pérdidas económicas por el terrorismo, en el período 1980-1992, fueron de US$ 21,000 millones. Resumen: corrupción + empresas estatales + terrorismo superan S/ 150,000 millones, 70% de la brecha de infraestructura actual. Si a ello, agregamos que 40% de los presupuestos públicos no son utilizados (más de S/ 50,000 millones), y que parte importante del resto se utiliza mal, tenemos la respuesta para atender todas nuestras carencias, sin necesidad de cambios constitucionales.
¿Control de precios?, ya fue aplicado en el Perú y en América Latina. Fracaso total. Un burócrata del Estado fija el precio de un producto sin conocer costos, mercado, y cadena de distribución. Dicho precio, sin sustento técnico alguno, ahuyenta a productores, fabricantes, distribuidores o importadores. La oferta no atiende la demanda: escasez. El gobierno aprueba subsidios para mantener el precio oficial. El dinero solo alcanza para una cantidad limitada. Tremenda oportunidad para mafias que operan en el ‘Mercado negro’, donde el producto se ofrece a un precio sumamente superior al que tendría en un mercado libre. Solo pueden adquirirlo personas con recursos, los pobres sufren. Las reservas monetarias del Estado se acaban, es difícil atender obligaciones, la calificación del país se reduce y los créditos se ausentan. Inflación, devaluación, más pobreza. Caos. Película conocida que los jóvenes ignoran.
Efectos de las pésimas políticas de esos años: estatización de empresas, precios creciendo diariamente en mayor proporción que los ingresos, escasez de productos, incluso de primera necesidad. Para adquirir un vehículo debía pagarse por adelantado, se lo entregaban tres a cuatro meses después, debiendo abonar un monto adicional por el alza de precios. La instalación de una línea telefónica podía tardar dos años, y comprarla a un privado, costaba US$ 2,000. Despareció el crédito, la compra de un inmueble era imposible si no era al contado. Durante el gobierno militar no había forma de convocar a una marcha de protesta pues los medios estaban en manos del gobierno, y quienes salían a las calles, eran detenidos, encarcelados, y hasta deportados.
Lastimosamente, nuestra generación no ha sabido transmitir estas historias, y nos encontramos ad portas del abismo que el filósofo español, Agustín Nicolás Ruiz de Santayana, describió de la siguiente forma: “quien no conoce su historia, está condenado a repetirla”, ello es penoso, pero lo es más que quienes sí están enterados de la misma, insistan en decisiones trasnochadas y que nos llevaron al fracaso, el caos, el desgobierno, a ser un país inviable. Hay que ser ingenuos o malvados para creer que un cambio de papeles mejora una crisis.
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