En 1936 la revista estadounidense Literary Digest (LD) aplicó una encuesta a 2.3 millones de votantes, concluyendo que el candidato republicano, Alf Landon, derrotaría al demócrata Franklin D. Roosevelt. Paralelamente, George Horace Gallup (1901-1984) la realizó en una muestra menor establecida en base a técnicas científicas, augurando la victoria de Roosevelt por su reelección, la misma que fue aplastante y estuvo en la presidencia cuatro mandatos, hasta su fallecimiento en el cargo, en 1945. LD, que había aparecido en 1890, comenzó a perder prestigio, y cerró en 1938.
Gallup jamás imaginó la revolución que había iniciado, cuando extendió su Organización al Reino Unido, donde en 1945 predijo la victoria electoral de Anthony Eden frente al triunfador de la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill del Partido Conservador. Posteriormente, se instaló en Francia y en otros países.
Así, las encuestas comenzaron su expansión, y John Kennedy, en 1961, fue el primer candidato en utilizarlas en sus estrategias de campaña para conocer, además, los hábitos del público en temas como la educación, como las fortalezas y debilidades de sus oponentes.
Hoy, las encuestas son pan de cada día en nuestro país, y pretenden convertirse en la Biblia que define y rige nuestros destinos. Los medios de prensa nos bombardean con sondeos de popularidad, con énfasis en los políticos, principalmente, la presidencia, ministros, y congresistas. En base a dichos resultados intentan establecer un extraño concepto de legitimidad, y con este, invalidar la gestión de quienes han sido elegidos conforme a nuestras leyes y normas, las mismas que deben ser respetadas por quienes se consideran demócratas.
Esta extravagante teoría propugna que la escasa popularidad o aprobación de un dirigente liquida su elección formal, y es necesario su cambio. Como si fuera poco, también colisiona con la Real Academia de la Lengua, que define ‘legítimo’ como ‘conforme a la ley’, por lo que no existe contradicción entre esta definición con lo ‘legal’.
Surge la interrogante de cuál es la popularidad de los medios de prensa y de las propias encuestadoras, así como su credibilidad, y de todos los poderes del Estado, e instituciones privadas. En un entorno de enorme desconfianza como el que atravesamos, los resultados cubrirían de un manto de ilegitimidad a todos los dirigentes, y según esta descabellada hipótesis, tendrían que dar un paso al costado por su ‘ilegitimidad’.
Simplemente, el caos, que pareciera algunas personas y entidades desean generarlo pues, ‘a río revuelto, ganancia de pescadores’, y en estas situaciones – como la historia lo demuestra – son extraordinarios pescadores, con el perdón de los hombres de la pesca que realizan grandes aportes al país, muchas veces en condiciones desfavorables, que los ‘creadores de la anarquía’ jamás han atravesado.
Las encuestas tienen tanta influencia que muchas veces son falsificadas para favorecer intereses personales, o desacreditar a oponentes. Además, sus resultados son interpretados a conveniencia de cada público. El caso más evidente es la crítica al fallecido presidente Fujimori por su autogolpe, que en su momento – según las encuestas – fue aplaudido por más de 70% de la población, incluyendo a los censores de hoy. De igual forma, quienes promueven el llamado inmediato a elecciones por la baja popularidad de la señora Boluarte, defendían la permanencia del expresidente Toledo cuando sus índices alcanzaron un dígito.
Dos expresiones definen hoy a las encuestas. El escritor español, Manuel Vicent: “nuestra generación ha entregado el alma a los contables y todas las pasiones que hoy nos conmueven se derivan de las estadísticas: para saber si somos felices, ahora se hacen encuestas” (Naciones Unidas mide el índice de felicidad en los países), y el cantautor Paco Bello: “has de existir, por lo visto la encuesta se encarga de ti”, pues si no apareces en la encuesta “no existes”, aunque tengas la capacidad de pensar, ‘descartando a Descartes’.
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