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Carlos Anderson

Carlos Anderson / ¿Somos un país ingobernable?

 

Formalmente, no. Pero, vamos camino a ello.  O por lo menos ese parece ser el “consenso” entre analistas, nacionales y extranjeros. Consenso que tiene un asidero firme en las encuestas de opinión y estudios especializados como los de Latinobarómetro, que muestran a una ciudadanía que descree, desconfía y rechaza prácticamente a todas las instituciones del Estado, comenzando por los tres grandes poderes (Ejecutivo, Judicial y Legislativo) e instituciones supuestamente “tutelares” como la policía, las fuerzas armadas, los medios de comunicación, las universidades, etc.

 

De la repulsa ciudadana, nadie se salva. De allí que una de las frases más repetidas sea que: “vivimos una crisis de gobernabilidad”. Es decir, una crisis caracterizada por la incapacidad de quienes nos gobiernan de conducir la nave del Estado con un mínimo de eficiencia, transparencia, honestidad y legitimidad social.  La consecuencia inmediata de dicha incapacidad para gobernar es una ciudadanía rabiosa que –como el agua para el chocolate– está siempre a punto de estallar.

 

Reformas van y reformas vienen, pero 203 años después de declarada la independencia, seguimos casi como al principio: en busca de un “contrato social” sostenible en el tiempo, que garantice la promesa primigenia de construir un país “firme y feliz por la unión”. Lema que, traducido al lenguaje del siglo XXI, significa construir un país donde impere la ley y donde el Estado cumpla con su obligación de garantizar el acceso y proveer servicios públicos de calidad de manera que la sociedad y las empresas puedan movilizar eficientemente sus recursos.

 

¿Qué necesitamos, entonces, para alejarnos de la ingobernabilidad? Para comenzar, más y mejor Estado. Un Estado ágil como un puma, donde prime la meritocracia, con mínima burocracia y máxima transparencia y que esté verdaderamente presente en todo el territorio nacional.

 

Necesitamos también más y mejor democracia, de manera que las decisiones políticas y sociales estén debidamente legitimadas a través de la participación ciudadana. Esto implica tener partidos políticos modernos, verdaderamente representativos de las aspiraciones ciudadanas, capaces de ofrecer a la ciudadanía cuadros competentes y honestos. Implica también confiar en los mecanismos modernos de democracia directa, sobre todo cuando se trate de decidir temas que, por su naturaleza, requieren ser legitimados socialmente más allá de lo que permiten los mecanismos de la democracia representativa.

 

Requerimos más y mejor justicia, y no aquella donde impera la impunidad, la corrupción, el abuso y se hace realidad el viejo adagio de “para mis amigos todo, para mis enemigos, la ley”. Y necesitamos con urgencia más y mejor educación y más y mejores empleos, en principio, para resolver la crisis del millón y medio de jóvenes que ni estudian ni trabajan y que constituyen un potencial caldo de cultivo para el desencanto y la violencia social.

 

La gobernabilidad, estimados lectores, no es un lujo que un país puede o no tener. Es la clave para el crecimiento y el desarrollo.


 

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