Estaba en una entrevista radial cuando me enteré del inicio de la cuarentena que, por ineptitud, mal manejo, falta de preparación, exceso de burocratismo, sesgos de carácter ideológico y oscuros propósitos relacionadas con la corrupción, terminó convertida en centena. Ese 14 de marzo de 2020, de regreso a casa de la estación de radio, sentía que entraba súbitamente a una distopía, esto es, a una utopía negativa. No necesariamente una de fin de mundo, pero ciertamente algo que tenía sabor a desconcierto mezclado con pánico.
Los siguientes 107 días fueron una sucesión de sentimientos igualmente encontrados: al principio, orgullo por los héroes de la Resistencia —médicos, enfermeras, policías, trabajadores de servicio público— ilusión por un liderazgo presidencial-paternal, confianza en que esta sería una crisis de muy corta duración. Pero, a medida que avanzaban los días, las semanas y los meses, nacía y se desarrollaba un sentimiento cada vez mayor de verdadera desesperación al comprobar que la del Covid-19 es una catástrofe real, un virus que mata indiscriminadamente, para lo cual el país no estaba ni remotamente preparado.
Luego sobrevino el desconcierto: conferencias de prensa diarias sin un propósito claro, medidas de ida y vuelta apoyadas en la ideología y no la ciencia, mesetas que tercamente se hacían cada vez mas empinadas, aunque tan solo decirlo signifique un contrasentido, y la continua renuncia a seguir el ejemplo de aquellos países que iban aminorando el costo humano y económico de la pandemia usando un tríptico básico de medidas de contención: pruebas moleculares (y no las inútiles y costosas pruebas rápidas), rastreo de contactos de posibles infectados y, finalmente, su aislamiento en sitios previamente condicionados.
Todo un rosario de errores que ha tenido como resultados más visibles un millón 410 mil infectados por el virus, oficialmente 49 mil personas fallecidas (aunque todos admitimos que la cifra hace rato que superó los 100 mil), un déficit fiscal de casi 10 por ciento, caída de la inversión publica y privada de más de 17 por ciento, y, en el caso de la inversión minera, una disminución de casi el 30 por ciento, equivalente a 1,822 millones de dólares. Todo esto a pesar de los 60 mil millones de soles en créditos garantizados (Reactiva I y II) con los que el gobierno buscó infructuosamente contener el colapso de la economía (una caída del PBI de 11,10 por ciento), y en particular del empleo (una pérdida de 2.2 millones de empleos en el 2020), además de la sensible precarización del empleo, un aumento de la informalidad, y un ajuste a la baja de los niveles salariales tanto en el sector formal como en el informal.
Y digo resultados visibles porque hay otros que han sido oscurecidos por la tragedia sanitaria y económica, pero que han de dejar igualmente una tremenda huella: 6,323 casos de violencia sexual entre los 114 mil casos de violencia contra la mujer atendidas en centros médicos y un tristísimo total de 131 feminicidios; 400 mil estudiantes primarios y secundarios no matriculados y 359,263 trasladados de colegios privados a escuelas publicas, cerca de 200 mil estudiantes universitarios que ahora son ex estudiantes como consecuencia de la crisis económica que afecta a sus familias, un aumento de la pobreza de cerca de 30 por ciento, con especial énfasis en la pobreza infantil, y un aumento generalizado en los niveles de estrés y otros problemas relacionados con la salud mental.
La esperanza se sitúa ahora en las vacunas. Pero a casi dos meses después del arribo de las primeras vacunas, el numero de vacunados es apenas similar al numero de muertos en el 2020: cerca de 120 mil, es decir, el 0,35 por ciento de la población total del Perú. Balance negativo con perspectivas igualmente negativas, a menos que comencemos a hacer las cosas diferentes. De inmediato.
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