Un número denominado con una letra parece un sinsentido o una contradicción en si misma. La pandemia del COVID-19, sin embargo, nos trae ésta junto a otras paradojas y novedades estadísticas. La más conocida es, sin dudas, el factor R, es decir el número que en promedio cada persona infectada del virus está en capacidad de contagiar.
R es la razón de ser de la estrategia de salud pública que mayor éxito ha tenido en la lucha de los gobiernos frente al COVID-19, estrategia que consiste en tomar el mayor número posible de pruebas, localizar y aislar a los infectados, con el fin de alcanzar un R por debajo de 1. Y es que, R mayor a 1 nos lleva por la ruta del crecimiento exponencial del virus, mientras que R menor a 1 nos conduce a su eventual desaparición. En teoría, la R en el caso peruano ya está alrededor de 1: después de tanto dolor, con miles de muertos a cuestas y una economía en ruinas, pareciera que finalmente estamos comenzando a achatar la curva sanitaria, con un número cada vez menor de infectados.
Pero aquí surge el más grave y latente peligro: el riesgo del rebrote y de una segunda oleada tal y cómo está sucediendo en Alemania, Suecia o incluso Corea del Sur—aunque quizás un mejor espejo para el Perú sean Mexico, Brasil, Sudáfrica o India—países donde la propagación del virus se ha acelerado de manera concurrente con el reinicio de las actividades económicas impulsadas por un imperativo incluso mayor de supervivencia: quedarse en casa y sufrir hambre, o aventurarse a las calles a buscar el sustento aún a riesgo de contagiarse. Así, evitar que R se vuelva a empinar por encima de 1 resulta vital. Solo que el número R encierra en si misma una seria debilidad: se trata de un número promedio, y como tal esconde grandes diferencias entre las personas y su capacidad de transmisión del virus.
En esta segunda etapa de la lucha contra el coronavirus, hace falta concentrar la atención y desarrollar la política de pruebas, seguimiento y aislamiento de la población infectada con mayor precisión, tomando en cuenta el grado de variabilidad de R: es decir, prestando suprema atención al Número K.
Y es que no todas las personas tienen igual potencial de dispersión del virus. Hay quienes tienen mayor o menor carga viral, y quienes tosen más que otros. Hay personas infectadas asintomáticas que casi no interactúan con otras personas y otras igualmente asintomáticas que a pesar del encierro y las recomendaciones de distanciamiento social, llevan una activa vida social y/o laboral y, por ende, contagian el virus con mayor asiduidad que otras. La evidencia internacional pareciera mostrar que el 80 por ciento de nuevos casos en aquellos países donde ha vuelto a despertar el virus fueron causados por un 20 por ciento de personas conocidas ahora como “súper difusoras”.
Los “súper difusores” deben convertirse en la obsesión de la política de contención y erradicación de la enfermedad en esta etapa post-cuarentena y con el reinicio de las actividades económicas. No puede ser que la única estrategia sea el “sálvese quien pueda” que se infiere del traslado de responsabilidad que nos hace casi a diario el gobierno del Presidente Vizcarra a los ciudadanos del país.
Pero no todo es oscuridad: si bien es cierto que un número K bajo significa que un pequeño grupo de personas pueden causar contagios masivos, significa también que la mayoría de infectados no está transmitiendo el virus, ya sea porque tienen baja carga viral, usan mascarillas, y/o mantienen las reglas de distanciamiento social. Por ello hay que incidir mediante una campaña masiva de educación y comunicación, acompañada de la distribución gratuita de mascarillas, gel y jabón, en la importancia de la higiene personal y familiar. Al COVID-19 lo derrotaremos todos juntos, con inteligencia y estrategia.
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