(Artículo previamente publicado en el Diario Gestión)
Tal vez una de las imágenes más desgarradoras de esta tragedia llamada COVID-19 ha sido la de aquella mujer en Arequipa que le reclamaba a gritos a un esquivo presidente Vizcarra que por favor ayuden a su esposo, postrado sin el vital balón de oxigeno, no en una Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) como hubiera correspondido, sino en una silla de ruedas, localizada en una carpa de emergencia, de esas que en los momentos más álgidos de la tragedia, se convirtieron en meras antesalas de la muerte por coronavirus.
Imagen que—aunque dramática—compite, por lo que revela, con otras muchas instancias en las que el Estado—a través de sus representantes—actúa como si los ciudadanos no importaran nada. De qué otra manera entender la “decisión”—en plena pandemia—de rechazar donaciones privadas de oxigeno, declarar que el dinero aportado por los trabajadores a la ONP “no existe”, “repartir canastas” a familiares de alcaldes y empleados municipales, o pagar cientos de miles de soles por consultorías y supuestas charlas motivacionales a alguien como el Sr. Richard “Swing” Cisneros por el solo hecho de ser un allegado del presidente Vizcarra.
Imagino que cada ciudadano de este país tiene su propia colección de hechos, actos o actitudes nefastas, crueles, indolentes, indignas, y hasta execrables por parte de representantes del Estado, en todas sus manifestaciones: del poder ejecutivo, legislativo, y judicial--a nivel local, regional o nacional. Y es que, si algo ha puesto en evidencia la crisis desatada por el coronavirus es que tenemos un Estado infame, habitado—hasta en sus más altas instancias--por eximios burócratas, listos a exhibir antes que nada la ley o la norma, excepto—claro está—cuando se trata de amigos o de ciudadanos sometidos al juego de la corrupción grande y pequeña.
Algunos dirán que lo que acabo de hacer constituye una grosera generalización. Y, tal vez, tengan razón. Pero, hacer lo contrario, y tratar casos como los señalados como si fueran más bien de excepción, sería igualmente errado. La pregunta que se cae de madura es: ¿por qué el Estado atrae a personas de este tipo en lugar de atraer a los mejores?
Los economistas tenemos una respuesta que proviene de la moderna “Economía del Comportamiento”. La llamamos “selección adversa”, una situación derivada de un problema sumamente extendido en una economía de mercado, conocido como “asimetría de la información”. En cristiano, “una situación donde una de las partes tiene mayor y mejor información que la otra”. Esto supone que la parte con menor información no pueda distinguir entre productos de buena o mala calidad y asignarle un precio justo. Piense en el mecánico de automóviles que le dice que el motor necesita un cambio total, o el médico que le pide que se haga mil análisis en el laboratorio más cercano (a sus intereses). En ambos casos, al cliente no le queda mas que creer y someterse al engaño, si lo hubiere.
Esto es exactamente lo que le sucede al Estado peruano. Frente a la ausencia de mecanismos que puedan asegurar que se contrate a los mejores, por la prevalencia de condiciones laborales (contratos CAS, por terceros, falta de una clara línea de carrera, términos de referencia “hechos a la medida”, nombramientos “políticos”, etc.) que usualmente espantan a quienes cuentan con mejor formación académica o experiencia profesional, y frente a la falta de mecanismos de señalización que dejen en claro que el abuso y la corrupción serán severamente castigados, los mejores se abstienen, y los peores se auto seleccionan en un proceso llamado de “selección adversa”. El resultado salta a la vista: un Estado Infame. Un Estado que debemos reinventar. Un Estado de los peores.
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